Es un recuerdo vivo del imperio bizantino que permanece en la Europa moderna, una república monástica en la que desde hace mil años no puede entrar ninguna mujer. Veinte monasterios, verdaderos tesoros de arte medieval permanecen ajenos al paso del tiempo.
A primera vista, Athos es una península que se interna en el norte del Egeo. Pero la historia resulta siempre compleja y juega extraños olvidos. Además el acceso por tierra está prohibido y la única manera de llegar es en barco, y así parece más una isla, pero no en el mar, sino en el tiempo. Y el viaje desde Ouranópolis hacia el puerto de Dafne no es sólo un regreso a la Edad Media: lo es también a otra forma de entender la vida o el tiempo. O a Dios. Athos es una república monástica, un resto del imperio bizantino en el siglo XXI dentro de la Unión Europea. Oficialmente es una región autónoma griega, pero su singularidad tiene más de mil años. En este dedo de tierra, el más oriental de los tres que sobresalen de la península Calcídica, desde hace siglos sólo habitan hombres que buscan alejarse del mundo. Todavía hoy se rigen por las typika –cartas constitucionales proclamadas a lo largo de su historia-, algunas de las cuales se remontan al año 971. En una de ellas, hace un milenio, se prohibía el acceso a las mujeres, y la norma se ha cumplido estrictamente desde entonces.
Saltar al borde del barco en Ouranópolis es emprender un viaje a la verdadera Europa medieval congelada en el tiempo, iniciar un viaje por el único lugar del Mediterráneo en el que se ha mantenido ininterrumpidamente la tradición monástica de los antiguos eremitas que, en la soledad, buscaban a Dios. Es sumergirse en uno de los escasos rincones de Europa ajenos al discurrir cronológico, que apenas se han alterado en los últimos siglos. En el extremo de la península, de unos sesenta kilómetros de longitud, surge del mar la mole del monte Athos, una pirámide rocosa que alcanza los dos mil metros. Un territorio agreste y casi intransitable que, ya en el siglo VII, se consideró perfecto para los que buscaban la soledad y los rigores del monacato. En el año 885, , una crisóbula del emperador Basilio I declaraba que era un territorio que pertenecía exclusivamente a los eremitas, por lo que se obligaba a sus habitantes a abandonarlo. Una antigua leyenda afirma que, durante un viaje, la Virgen María, acompañada de San Juan, llegó a sus costas arrastrada en su navío por una tormenta. Le gustó tanto aquel paraje que desde entonces se le ha considerado su jardín. Y por ello ninguna mujer puede hollarlo. El emperador Alexios I lo declaró así en un edicto. Pero en el Egeo cualquier lugar tiene una historia de más de dos mil años. La gran flota persa, en sus expediciones contra los griegos, rondó por esas tierras y se afirma que un escultor propuso a Alejandro Magno convertir la Montaña en una gigantesca estatua del monarca. El mejor monumento al rey de todo el mundo. Ya entonces se creía que el monte era en realidad una roca que el gigante Athos había arrojado contra Poseidón en las luchas mitológicas entre dioses y gigantes.
El barco recorre el litoral camino de Dafne y el camino pasa junto a algunos monasterios: el de Dochiatiou, el de Xenophontos, el de Agios Panteleimon, el de Xeropotamou. Todos parecen fortalezas entre el mar y la espesura, con un torreón digno del mejor castillo. Fortalezas espirituales ante las amenazas del mundo, entre las cuales las de los piratas no debían de ser consideradas las más peligrosas. Desde el puerto de Dafne, un camino conduce a Karyes, la capital de la república monástica, la sede de las autoridades. Allí el peregrino provisto del ansiado diamontirion, el salvoconducto definitivo, puede empezar a visitar los monasterios, alojarse en ellos, compartir las comidas frugales con los monjes. Y atisbar su vida.
En Athos hay veinte monasterios, que rigen la vida en la Montaña sin deber obediencia a ninguna autoridad eclesiástica. Son instituciones reales, porque fueron fundadas por la autorización de crisóbulas de emperadores bizantinos. No pueden fundarse más y si el número de monjes excede su capacidad pueden acogerse a establecimientos menores, como las skete, kellion, kalyre, kathisma y hesychasterion, que dependen de ellos. Varían en tamaño, desde los que parecen granjas hasta cuevas aisladas en los farallones de roca, en las que se cobijan los que evitan incluso el contacto con otros monjes.
Con el diamonitirion bien guardado el peregrino puede emprender el descubrimiento de este mundo especial. Caminar de monasterio en monasterio por senderos centenarios, admirar su arquitectura antigua, perderse por bosques intactos, sentirse pequeño ante la mole de la Montaña. Y ante la historia. Cualquier monasterio tiene un pasado mucho más largo que el de cualquier Estado moderno. Y todos guardan verdaderos tesoros del arte bizantino, del que son directos herederos. Las paredes de sus iglesias rebosan de frescos e iconos prodigiosos y en sus bibliotecas se guardan manuscritos extraordinarios.
Algunos conservan reliquias únicas, como trozos de Vera Cruz, ropajes que llevaba la Virgen en el momento de la Crucifixión o incluso espinas de la corona del Señor, además de un número incalculable de partes incorruptas de santos.
El mundo exterior parece muy lejos de Athos. El tiempo se mide según el antiguo sistema bizantino, que considera que el día empieza con la puesta de sol, salvo en el monasterio de Iveron, que sigue el modo caldeo y el día comienza al amanecer. La fecha tampoco es la misma, ya que siguen utilizando el calendario juliano.
San Athanasios, amigo y confesor del emperador Nicéforo Focas, fundó el monasterio de Megisti Lavra, a los pies de la Montaña, en el año 963, y desde entonces este rincón del Mediterráneo se ha consagrado a Dios. Los monjes dividen desde entonces su tiempo en partes iguales dedicadas a la oración, el trabajo y el descanso. En este milenio han estado bajo la protección de emperadores bizantinos, reyes húngaros y zares rusos. Ahora, traspasar los muros de los monasterios, compartir durante unos días la vida de los monjes o escuchar en la noche el sonido del semantron que llama a la oración es como dar un salto en el tiempo, vislumbrar la vida de la época del imperio bizantino. El monte Athos es un mundo perdido, una isla en el tiempo en la que los siglos se olvidaron de pasar.
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