Por uno de sus extremos corre el río Colorado, pero en Arches el agua, el frío y el viento, con su aliado el tiempo, han tallado un museo de esculturas gigantes que desafían la ley de la gravedad.
Según los cálculos más conservadores, hay 1700 arcos de piedra naturales en este parque. Trescientos más están pendientes de confirmación. Porque los geólogos distinguen entre puentes y arcos. Los primeros han sido modelados por la fuerza del agua, que lame la roca hasta excavar un túnel a través de ella. Los arcos han sido tallados por un proceso diferente, cuando el agua se cuela entre los intersticios de la piedra y –además de disolver el calcio que mantiene unidas las partículas de arenisca-, al congelarse con las heladas nocturnas, actúa como una cuña que desgarra los bloques. Es una explicación científica para un paisaje de leyenda. Y para que la formación sea considerada un arco auténtico debe dejar pasar la luz por la abertura y tener al menos un metro de ancho. Aunque resulte extraño, este mundo de fantasía alberga todavía muchas sorpresas. Hace 10 años se descubrió un arco desconocido de 13 metros de longitud. Por eso es tan emocionante caminar por estos senderos en busca de Sand Dune Arch.
De Double O Arch o de Landscape Arch. Todos nos ayudan a recuperar esa cualidad de aceptar lo maravillosa, que se denomina con naturalidad en la infancia y que se va perdiendo con los años. Algo de eso es necesario para vagabundear entre torreones y cúpulas, entre corredores, entre paredes de rocas perforadas por ventanas gigantescas, entre dunas petrificadas.
En estas tierras altas de la meseta del Colorado llueve muy poco, el viento sopla con fuerza y alternan los tórridos veranos con los fríos inviernos. Pero el desierto es un verdadero jardín y los cactus florecen cuando la primavera atraviesa las montañas.
Las rocas se cubren de líquenes amarillos y naranjas, como si fueran una piel vistosa. Donde hay algún arroyo brotan sauces, fresnos y álamos, y en zonas más secas los pinos enanos se cubren con una corteza resinosa para impedir la más mínima evaporación. Hay plantas que parecen pequeñas, pero sus raíces se hunden muchos metros en busca de la humedad de un cauce subterráneo.
Los troncos resecos y retorcidos de los árboles muertos parecen competir en eternidad con los pedregales. Por aquí merodean todavía el zorro y el coyote, tan esquivos que sólo dejan ver sus huellas grabadas en la arena. En ocasiones, el halcón peregrino y el águila dorada sobrevuelan el paisaje de roca y viento. Este mundo duro y hermoso ha atraído desde siempre a cazadores y recolectores, que hace un milenio grabaron petroglifos y pinturas en los abrigos rocosos, recuerdos de un tiempo olvidado.
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